En los últimos tiempos, ha cobrado fuerza entre ciertos sectores liberales la idea de que sus grandes escuelas de pensamiento económico, como la Escuela Austríaca y la Escuela de Chicago, encontrarían en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) un aliado natural frente a los errores y peligros del marxismo y del socialismo-comunismo.

Esta tesis, aunque seductora para quienes desean un fundamento ético para el liberalismo económico, no resiste un examen atento: tanto la antropología implícita como los presupuestos culturales del liberalismo-capitalismo resultan profundamente incompatibles – cuando no directamente opuestos – a los principios fundamentales del pensamiento social católico.

La DSI constituye una rica tradición teológico-social que, lejos de prestarse a los reduccionismos ideológicos, ofrece una visión integral del ser humano y de la sociedad fundada en la dignidad de la persona y el bien común. En ningún caso puede presentarse como un aval doctrinal del capitalismo contemporáneo. Esta pretensión, profundamente errónea y conceptualmente insostenible, revela no solo un desconocimiento de los fundamentos de la DSI, sino una instrumentalización que contradice su espíritu más esencial.

Capitalismo y economía (social) de mercado: una distinción necesaria

En primer lugar, es crucial distinguir entre “economía social de mercado” y “capitalismo”. La DSI, desde Rerum Novarum (1891) pasando por Caritas in Veritate (2009), reconoce la legitimidad de la propiedad privada y del intercambio libre de bienes y servicios. Sin embargo, rechaza categóricamente un sistema económico basado exclusivamente en la lógica del lucro, la acumulación ilimitada de capital y la reducción del ser humano a mero factor de producción o consumo.

Juan Pablo II, en Centesimus Annus (1991), introduce una clarificadora distinción entre una “economía de mercado” – entendida como un sistema económico respetuoso de la iniciativa privada y del libre intercambio ordenado por principios éticos – y el “capitalismo” – definido como una forma concreta de organización económica que tiende a la idolatría del mercado y a la marginación de los principios éticos y sociales.

Afirma: “Si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la responsabilidad en la producción de bienes […] la respuesta es ciertamente positiva. Pero si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema en el cual la libertad económica no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una dimensión particular de la misma, entonces la respuesta es negativa” (Centesimus Annus, 42).

Esta matización es, sin embargo, ignorada -o deliberadamente omitida- por aquellos que pretenden identificar la DSI con una apología del capitalismo, o pretenden elevar a algunos economistas a los altares de una doctrina que nunca ha sido respaldada por la Iglesia. Hayek, Mises, Friedman no escribieron ninguna encíclica, aunque algunos los citen religiosamente como si fueran evangelistas.

En particular, un considerable sector de la “derecha católica” (y en mayor grado, de la derecha protestante), incurre en este sesgo. Es evidente que el marxismo-socialismo es incompatible con la doctrina católica. Pero lo que este sector sigue sin (querer) ver es que el capitalismo resulta del mismo modo manifiestamente incompatible. Capitalismo no es economía (social) de mercado ni respeto a la propiedad privada. El capitalismo, con sus fallos de mercado, igualmente atenta contra el mercado (consagrando oligopolios y monopolios) y contra el acceso de muchos a la propiedad, generando una oligarquía financiera (o, mejor dicho, “financista”) y corporativa privilegiada por el Estado y la legislación.

Precisamente, en un texto exquisito de la DSI, como Sollicitudo Rei Sociales (1987), de Juan Pablo II, se dice literalmente que “la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista” (Nº 21). Por tanto, no es de recibo solo ver defectos en el marxismo-socialismo y ninguno en el propio lado, porque no se estaría haciendo una reflexión ponderada y realista. La DSI es una formulación equilibrada de principios y fundamentos (dignidad, subsidiariedad, bien común, justicia, solidaridad, opción preferencial por los pobres, destino universal de los bienes) que no son compartidos por los liberales-capitalistas.

Condena del liberalismo económico

La crítica al liberalismo económico ha sido constante y coherente en el magisterio social de la Iglesia. Rerum Novarum denuncia la precarización de las condiciones laborales, el debilitamiento del tejido social y la conversión del trabajador en un mero instrumento de enriquecimiento ajeno.

León XIII escribe con claridad: “lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto sus nervios y músculos pueden dar de sí (…). Tampoco debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas ni de una clase que no está conforme con su edad y su sexo (…) tengan presente los ricos y los patronos que oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena, no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas (Rerum Novarum, 15).

Posteriormente, Pío XI, en Quadragesimo Anno (1931), denunciará el “imperialismo internacional del dinero” y el dominio de los poderes económicos sobre las naciones, en términos que revelan una crítica frontal al capitalismo financiero que, incluso hoy, conserva una acentuada pertinencia.

En este sentido, la pretensión de ciertos sectores liberales -generalmente encuadrados en la derecha católica o protestante-, de encontrar en la DSI una justificación para el laissez-faire, para la mercantilización total de la vida social y para la hegemonía de los intereses económicos sobre las instituciones sociopolíticas y culturales, resulta así no solo infundada, sino radicalmente incompatible con la doctrina católica.

Errores antropológicos del capitalismo

La crítica de la Iglesia católica al capitalismo no se basa únicamente en consideraciones económicas o sociológicas, sino, más profundamente, en razones antropológicas. El liberalismo económico tiende a concebir al ser humano como un individuo aislado, autónomo y autoreferencial, cuyo único horizonte es la maximización de su beneficio personal. Esta visión, que distorsiona la verdad sobre el ser humano como ser relacional y abierto al bien común, ha sido constantemente corregida por el magisterio eclesial.

Benedicto XVI, en Caritas in Veritate, subraya que el mercado, por sí solo, no genera necesariamente justicia, y que el desarrollo auténtico exige más que crecimiento económico: “si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave” (Caritas in Veritate, 35).

Así, la Iglesia afirma que la economía debe estar subordinada a la ética y que el desarrollo debe ser integral, es decir, orientado no solo al bienestar material, sino al pleno desarrollo de todas las dimensiones de la persona humana.

Contra el reduccionismo ideológico

La tentación de instrumentalizar la DSI para legitimar el capitalismo es una manifestación contemporánea de lo que Juan Pablo II llamó ideologización de la verdad cristiana en Centesimus Annus. La Iglesia rechaza tanto el colectivismo marxista como el individualismo liberal precisamente porque ambos reducen la persona humana a una función del sistema económico o social, negando su trascendencia y su vocación comunitaria.

Por esta razón, la DSI no es, ni puede ser, una simple plataforma de justificación de modelos económicos particulares. Es, ante todo, una propuesta de civilización fundada en el respeto incondicional a la dignidad humana, en la solidaridad, en la subsidiariedad y en el bien común. Intentar reducir su profundidad, riqueza y complejidad a un alegato en favor del capitalismo equivale a traicionar su inspiración más profunda.

El error de fondo: una antropología reduccionista

Tanto la Escuela Austríaca (Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek) como la Escuela de Chicago (Milton Friedman, Gary Becker) parten de una antropología individualista y una sociología contractualista. El ser humano es concebido, esencialmente, como un agente racional maximizador de su utilidad, movido principalmente por el interés propio. La vida social sería entonces una red de contratos y transacciones voluntarias, donde el mercado, a través de mecanismos de oferta y demanda, canaliza eficazmente esos intereses privados hacia la prosperidad general.

La DSI, por el contrario, enseña que el ser humano es intrínsecamente relacional, es decir, que su plenitud sólo se alcanza en comunión con los demás, en búsqueda del bien común y en apertura a la trascendencia. La concepción individualista del ser humano es incompatible con la exigencia de solidaridad que enseña la Iglesia, fundamento del bien común.

Muchos liberales, libertarios y neocones podrían sorprenderse al encontrar algunas afirmaciones sobre economía, nada menos que en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Porque la doctrina social católica no admite que el capital esté por encima del trabajo, y además establece que la propiedad privada debe tener una función social.

En el 276 leemos: “El trabajo, por su carácter subjetivo o personal, es superior a cualquier otro factor de producción. Este principio vale, en particular, con respeto al capital”. Y en el 277: “El trabajo tiene una prioridad intrínseca con respecto al capital: «Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el “capital”, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre». Y «pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la Iglesia»”.

La falacia del mercado como árbitro supremo

Las escuelas económicas liberales, y en un sentido más amplio la ideología liberal-capitalista, sostienen que el mercado, si se le deja operar libremente, tenderá espontáneamente al equilibrio y al bienestar general. Cualquier intento de corregirlo desde la ética o desde el Estado sería, para ellas, un atentado contra la libertad individual.

La Iglesia, sin embargo, afirma con rotundidad que el mercado no es moralmente neutro ni puede autorregularse al margen de criterios de justicia. De ahí la legitimidad de la lucha por la justicia social, como nos recuerda Juan Pablo II: “La Iglesia sabe muy bien que, a lo largo de la historia, surgen inevitablemente los conflictos de intereses entre diversos grupos sociales y que frente a ellos el cristiano no pocas veces debe pronunciarse con coherencia y decisión. Por lo demás, la encíclica Laborem exercens ha reconocido claramente el papel positivo del conflicto cuando se configura como «lucha por la justicia social». Ya en la Quadragesimo anno se decía: «En efecto, cuando la lucha de clases se abstiene de los actos de violencia y del odio recíproco, se transforma poco a poco en una discusión honesta, fundada en la búsqueda de la justicia” (Centesimus Annus, 14).

A un sector de la derecha católica (liberal) le irrita y perturba que los Papas hayan usado el concepto de justicia social. Se ha visto en gran medida en los últimos años con la implacable oposición que ha tenido el Papa Francisco. Pero lo mencionado anteriormente es paradójicamente de Juan Pablo II, un pontífice que algunos de esa derecha liberal erróneamente – o más bien arteramente – tratan de incluirlo en una especie de “trinidad liberal” junto con Reagan y Thatcher, distorsionando su mensaje y su legado. En cierto modo, algo parecido a lo que ha hecho un sector de la izquierda con la figura de Francisco.

Lo cierto es que el mercado, por sí mismo, no genera solidaridad, ni equidad, ni justicia, ni respeto a la dignidad de los más débiles. La idea de que la búsqueda individual del beneficio privado redundará siempre en beneficio colectivo no es una ley natural; es una construcción ideológica.

La DSI condena el marxismo y el colectivismo totalitario por su negación de la libertad humana, de la propiedad privada y de la trascendencia humana. Pero combatir el marxismo no implica abrazar el liberalismo económico. El error aquí consiste en una falsa dicotomía: como el marxismo es falso, el liberalismo debe ser verdadero. Esta falacia lógica de “falso dilema” ignora que la Iglesia ha desarrollado una tercera vía -una visión social propia-, fruto de su magisterio y experiencia, que rechaza tanto el colectivismo marxista como el individualismo capitalista.

La incompatibilidad cultural: verdad objetiva versus relativismo pragmático

El punto de fricción profunda entre capitalismo y la DSI es la concepción de la verdad y del orden social. La DSI enseña que existen verdades objetivas sobre la justicia, la dignidad humana y el bien común, accesibles a la razón natural y a la revelación divina. En cambio, tanto la Escuela Austríaca como la de Chicago adoptan en general un enfoque pragmático o utilitarista, donde lo “bueno” es simplemente lo que funciona o lo que refleja la preferencia de los agentes económicos.

Para Mises, la economía es valorativamente neutra: no juzga fines, sólo analiza medios. Para Hayek, la tradición cultural espontánea, fruto del ensayo y error, sería más fiable que cualquier búsqueda racional de justicia social. Esta renuncia explícita a cualquier estándar ético objetivo choca frontalmente con el deber cristiano de construir una sociedad fundada en la verdad sobre el hombre.

La Iglesia no admite este subjetivismo antropológico. La DSI sostiene una visión integral del ser humano: no como un ser aislado y autosuficiente, sino como un ser relacional, llamado a la comunión de personas. El capitalismo liberal, basado en una antropología individualista y subjetivista, postula que cada individuo persigue exclusivamente su propio interés y que de esta dinámica de intereses egoístas surgirá, como “mano invisible”, el bien común.

Este modelo es radicalmente contradictorio con el cristianismo, que predica que el ser humano es un ser social por naturaleza, no una mónada aislada. “Toda sociedad digna de este nombre, puede considerarse en la verdad cuando cada uno de sus miembros, gracias a la propia capacidad de conocer el bien, lo busca para sí y para los demás. Es por amor al bien propio y al de los demás que el hombre se une en grupos estables, que tienen como fin la consecución de un bien común. También las diversas sociedades deben entrar en relaciones de solidaridad, de comunicación y de colaboración, al servicio del hombre y del bien común” (Compendio de la DSI, 149 y 150).

El liberalismo-capitalismo al entronizar un egoísmo racional, desconoce que el bien común no es la suma de intereses particulares, sino la condición social que permite a los seres humanos alcanzar más plena y fácilmente su perfección. En este sentido, nos recuerda Gaudium et Spes, en su numeral 26, que “todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana”.

Al revés de lo que postula la ideología liberal, la libertad humana no es mera libertad de elección subjetiva y de “libertad negativa” como ausencia de interferencia o impedimentos externos que obstaculizan a un individuo actuar según su voluntad, sino apertura a la verdad y orientación al bien.

Sobre la relación libertad-verdad, el magisterio de la Iglesia dice: “algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta (Veritatis Splendor, 35).

Por tanto, el capitalismo, al hacer del deseo individual el motor exclusivo de la vida social, niega implícitamente la vocación social, moral y trascendente de la persona humana. Promover una concepción economicista, relativista y materialista del ser humano, reducido a productor/consumidor, y de la sociedad como simple espacio de intercambio de bienes y servicios es condenado por la Iglesia. La DSI rechaza esto tanto en su variante marxista como en su variante liberal, porque la economía debe estar al servicio del ser humano y no el ser humano al servicio de la economía.

Así, nos recuerda el Compendio de la DSI en el Nº 331: “Dar el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa rechazar como irracional toda consideración de orden metaeconómico, precisamente porque el fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social. A la economía, en efecto, tanto en el ámbito científico, como en el nivel práctico, no se le confía el fin de la realización del hombre y de la buena convivencia humana, sino una tarea parcial: la producción, la distribución y el consumo de bienes materiales y de servicios”.

Ni Hayek, Mises ni Friedman fueron doctores de la Iglesia, ni la mano invisible escribió las Bienaventuranzas.

La tradición olvidada: de Salamanca a Roma

Finalmente, al pretender una identificación entre liberalismo económico y catolicismo, ha sido frecuente olvidar el inmenso tesoro de la tradición intelectual cristiana, que es la Escolástica tardía. Especialmente la Escuela de Salamanca (siglos XVI-XVII) – que ofrece una base intelectual católica profunda para criticar el capitalismo liberal contemporáneo, porque enseña que el ser humano es naturalmente social (homo est naturaliter politicus, id est, socialis) y que la propiedad privada, el comercio y la riqueza deben ordenarse siempre al bien común y a la justicia, al contrario del homo oeconomicus del capitalismo.

Resulta intelectualmente deshonesto el intento de ciertos sectores de las escuelas liberales por trazar una continuidad directa con la Escuela de Salamanca y la escolástica española, cuando en realidad sus fundamentos antropológicos y culturales divergen de forma radical. Mientras los escolásticos hispánicos partían de una concepción teleológica del ser humano, inserta en un orden moral objetivo y comunitario, el liberalismo moderno adopta una visión individualista, contractualista y utilitarista que quiebra ese marco metafísico. Pretender una filiación directa entre ambas tradiciones no solo distorsiona la historia del pensamiento, sino que encubre un vaciamiento de las raíces cristianas que dieron sustancia al pensamiento salmantino, sustituyéndolas por categorías propias del racionalismo secular y del mercado como principio ordenador absoluto. Son dos modernidades diferentes y en gran medida antagónicas.

La tradición escolástica salmantina ya intuía principios que siglos más tarde la DSI formularía en términos de subsidiariedad: las estructuras sociales (familia, gremios, municipios) deben ser protegidas frente a la invasión tanto del Estado como del mercado desregulado. Cada nivel de la sociedad debe tener su autonomía y su responsabilidad, lo cual se opone al economicismo liberal que tiende a erosionar los cuerpos intermedios. Para sus miembros, la justicia en las relaciones económicas no era fruto de la competencia, sino de la virtud, la equidad y el respeto al derecho natural. La defensa absoluta de la libre competencia, sin referencia moral, habría sido para ellos una aberración.

La Escuela de Salamanca, por ejemplo, reconoce que el precio justo tiene un componente de consenso social (communis aestimatio), pero siempre bajo el criterio objetivo del bien común y la equidad natural, no bajo un subjetivismo arbitrario o voluntarista. La idea de que el valor depende exclusivamente de la utilidad subjetiva (como postula el marginalismo económico) sería incompatible con su concepción objetiva del bien y de la justicia. Luis de Molina advierte que la acumulación de riquezas sin fin atenta contra la virtud moral y la cohesión social.

En síntesis, la tradición hispánica fue durante un tiempo la modernidad católica, aunque terminara derrotada por el imperialismo británico y la modernidad anglo-holandesa, y por tanto de matriz protestante (luterano-calvinista), que es la que ha forjado la ideología liberal actual y el sistema capitalista contemporáneo. El magisterio romano no es liberal ni capitalista porque enseña que la economía debe ser un instrumento subordinado a los principios de justicia, caridad y bien común, no un fin en sí misma.

Conclusión

El intento de instrumentalizar la Doctrina Social de la Iglesia para legitimar las tesis del liberalismo económico —sea en su versión austríaca, de Chicago o de otra cualquiera— es, en el mejor de los casos, un malentendido y, en el peor, una manipulación ideológica.

El catolicismo social no es una defensa del mercado absoluto ni del Estado totalitario, sino una llamada exigente a construir un orden social fundado en la verdad humana como ser relacional, moral y trascendente. La Iglesia, fiel a su misión, sigue recordándonos que la economía, como toda obra humana, debe ser juzgada a la luz de la dignidad de la persona y del bien común, y no al revés.

2000 años de historia de la Iglesia relacionándose con poderes temporales, monarcas, gobiernos, revoluciones de distinto tipo, patronales y sindicatos, movimientos populares, avalan una doctrina ecuánime, ponderada, razonable, prudencial. La Iglesia lleva más de un siglo y medio denunciando y condenando el marxismo-socialismo, pero también el liberalismo-capitalismo, con fundamento en su magisterio y experiencia bimilenaria.

La DSI, en su coherencia interna y en su desarrollo histórico, se alza como un testimonio lúcido contra los errores tanto del marxismo como del liberalismo-capitalismo. Ambos sistemas son criticados no sólo por sus consecuencias económicas, sino, más radicalmente, por sus defectos en la comprensión antropológica y social.

Frente a la manipulación ideológica de ciertos sectores que buscan distorsionar el magisterio eclesial para justificar el orden económico vigente, es deber de los cristianos -y de todas las personas de buena voluntad- volver a las fuentes auténticas de la DSI y asumir, con valentía y profundidad, su llamada exigente a construir una sociedad verdaderamente humana.

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